El amor en los tiempos del cólera - Gabriel García Máquez




"[...] Ella no entendió nada: volvió a encogerse de hombros sin hablar, y se fue. Entonces supo Florentino Ariza que en alguna noche incierta del futuro, en una cama feliz con Fermina Daza, iba a contarle que no había revelado el secreto de su amor ni siquiera a la única persona que se había ganado el derecho de saberlo. No: no había de revelarlo jamás, no porque no quisiera abrir el cofre donde lo había tenido tan bien guardado a lo largo de media vida, sino porque sólo entonces se dio cuenta de que había perdido la llave".

"[...] En cambio, la prudencia de Florentino Ariza tuvo una recompensa inesperada: ella extendió la mano en la oscuridad, le acarició el vientre, los flancos, el pubis casi lampiño. Dijo: “Tienes una piel de nene”. Luego dio el paso final: lo buscó donde no estaba, lo volvió a buscar sin ilusiones, y lo encontró inerme.

-Está muerto -dijo él.

Le ocurrió siempre la primera vez, con todas, desde siempre, de modo que había aprendido a convivir con aquel fantasma: cada vez había tenido que aprender otra vez, como si fuera la primera. Tomó la mano de ella y se la puso en el pecho: Fermina Daza sintió casi a flor de piel el viejo corazón incansable latiendo con la fuerza, la prisa y el de- sorden de un adolescente. Él dijo: “Demasiado amor es tan malo para esto como la falta de amor”. Pero lo dijo sin convicción: estaba avergonzado, furioso consigo mismo, ansiando un motivo para culparla a ella de su fracaso. Ella lo sabía, y empezó a provocar el cuerpo indefenso con caricias de burla, como una gata tierna regodeándose en la crueldad, hasta que él no pudo resistir más el martirio y se fue a su camarote. Ella siguió pensando en él hasta el amanecer, convencida por fin de su amor, y a medida que el anís la abandonaba en oleadas lentas la iba invadiendo la zozobra de que él se hubiera disgustado y no volviera nunca.

Pero volvió el mismo día, a la hora insólita de las once de la mañana, fresco y restaurado, y se desnudó frente a ella con una cierta ostentación. Ella se complació en verlo a plena luz tal como lo había imaginado en la oscuridad: un hombre sin edad, de piel oscura, lúcida y tensa como un paraguas abierto, sin más vellos que los muy escasos y lacios de las axilas y el pubis. Estaba con la guardia en alto, y ella se dio cuenta de que no se dejaba ver el arma por casualidad, sino que la exhibía como un trofeo de guerra para darse valor. Ni siquiera le dio tiempo de quitarse la camisa de dormir que se había puesto cuando empezó la brisa del amanecer, y su prisa de principiante le causó a ella un estremecimiento de compasión. Pero no le molestó, porque en casos como aquel no le era fácil distinguir entre la compasión y el amor. Al final, sin embargo, se sintió vacía.


Era la primera vez que hacía el amor en más de veinte años, y lo había hecho embargada por la curiosidad de sentir cómo podía ser a su edad después de un receso tan prolongado. Pero él no le había dado tiempo de saber si también su cuerpo lo quería. Había sido rápido y triste, y ella pensó: “Ahora hemos jodido todo”. Pero se equivocó: a pesar del desencanto de ambos, a pesar del arrepentimiento de él por su torpeza y del remordimiento de ella por la locura del anís, no se separaron un instante en los días siguientes. Apenas si salían del camarote para comer.

"[...] Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luego miró por las ventanas el círculo completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo:

-Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada.

Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo, y miró al capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio, porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.

-¿Lo dice en serio? -le preguntó. -Desde que nací -dijo Florentino Ariza-, no he dicho una sola cosa que no sea en serio.

El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.

-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? -le preguntó.

Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
-Toda la vida --dijo".


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